Seres incompletos y cautivos de sí mismos, los personajes que presiden las pinturas y dibujos de Sacris parecen piezas defectuosas de un tablero de juego, condenadas a quedarse en la cuadrícula que les ha sido asignada. Su propia tara les impide seguir las reglas prescritas pero también les imposibilita abandonar su lugar. Inmovilidad psíquica expresada en su desmembramiento físico, en la inutilidad de sus contorsiones en espacios acordonados por sus propias mentes condicionadas.
El ademán humillado de Eva en el momento de la expulsión bíblica se repite en una serie de figuras con los rostros borroneados u ocultos tras largas cabelleras. El anonimato otorga fuerza alegórica a esta figura que expresa un lastre expiatorio cuya estela, parece decirnos Sacris, sigue coleando.
La mujer asume en su obra un papel preponderante mediante la puesta en escena de un calendario vital donde las fechas para desposarse y procrear siguen fijadas de antemano en el inconsciente femenino. Cincuentonas esperando el príncipe azul, veinteañeras acogiendo en su regazo engendros llorosos cuál muñecos de trapo, matrimonios jóvenes cuyos rostros delatan un orgullo alelado por el estatus recién adquirido… un desfile de tipos conformistas que sin embargo denotan dislocaciones flagrantes.
Resuenan las palabras de Huxley en su revisión de Un Mundo Feliz: «estos millones de personas anormalmente normales, que viven sin quejarse en una sociedad a la que, si fueran seres humanos cabales, no deberían estar adaptados, todavía acarician la ilusión de la individualidad, pero de hecho, han quedado en gran medida desindividualizados».
Como contraparte a estas escenificaciones de la farsa cotidiana, en otros trabajos las descendientes de Eva y los vástagos de Adán dejan al desnudo su vulnerabilidad, muestran sus estigmas, exhiben el hueco que se abre entre el rugir de sus entrañas y el parapeto moral.
Sacris trastoca las encarnaciones clásicas del ideal de belleza y raciocinio: la Venus del Espejo renuncia a entregarse pasivamente a la mirada del otro para buscar el autoerotismo en soledad; la Olimpia de Manet degenera en amasijo acéfalo, y el Pensador de Rodin se repliega en sí mismo como un Discóbolo dislocado.
El aspecto inacabado de muchas obras dejan al descubierto un proceso de trabajo colmado de forcejeos, arrepentimientos, retrocesos… a modo de tachones, omisiones y mutilaciones; un avanzar a tientas intuitivo pero que deliberadamente oculta ciertas zonas e interpone mirillas para dirigir nuestra mirada, para que espiemos a través de ellas el montaje de lo que llaman realidad.
Anna Adell